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Ley de Aguas: una prioridad nacional

Hay tres cosas que a estas alturas son innegables. Uno: el estado actual del agua en México es crítico. Dos: la crisis tiene mucho más que ver con las decisiones sobre su manejo que con causas demográficas o naturales. Tres: la conflictividad ligada con el acceso al agua aumenta. Basta con mirar las cifras, índices e indicadores de los informes oficiales y de la sociedad civil, las conclusiones de impecables investigaciones académicas; o el dramático aumento en las agresiones y asesinatos de defensores ambientales, en particular defensores del agua, en lo que va del siglo.

La ley regula el manejo. En su origen más noble, las leyes pretenden regular la actividad humana para encontrar equilibrio social. La creciente movilización de afectados por contaminación y despojo de aguas en México, demuestra que aquí esto no se está logrando. Hay un debate añejo respecto de si lo que provoca desigualdad e injusticia en estos contextos es la legislación o falta de ésta o bien su forma de aplicación. En México ambas tienen algo de verdad. El endeble Estado de derecho donde discrecionalidad y corrupción convierten leyes en letras muertas. Por otro lado, la herencia porfiriana (sí, porfiriana), la influencia de las políticas de modernización hidráulica de finales del siglo XX y las lagunas normativas de la actual Ley de Aguas Nacionales, todavía anclada a paradigmas y prácticas superados o francamente fallidos. Entre los más destacables mirar al agua como un “sector” separado del resto del territorio.

Es vocación de la ley ir evolucionando al ritmo de los cambios en las necesidades y acuerdos sociales. Nuestra legislación, vigente desde 1992, ha virado principalmente hacia dos rumbos, que responden también a tendencias globales. La sujeción paulatina del manejo del agua a la lógica mercantil, extensamente explicada por académicos como Luis Aboites. Por otro lado, el reconocimiento constitucional en 2012 del agua y el saneamiento como derechos humanos, contenidos en tratados internacionales firmados por México y reiterados por criterios jurisprudenciales.

Hay tres cosas que a estas alturas son innegables. Uno: el estado actual del agua en México es crítico. Dos: la crisis tiene mucho más que ver con las decisiones sobre su manejo que con causas demográficas o naturales. Tres: la conflictividad ligada con el acceso al agua aumenta
No obstante que el artículo tercero transitorio otorgó al Poder Legislativo un plazo de 360 días para la creación de un marco legal e institucional acorde, hasta la fecha este derecho sigue sin incorporarse en la legislación secundaria. Por el contrario, las iniciativas de Ley General de Aguas presentadas al Congreso de la Unión en los últimos 8 años, la ley Korenfeld (2015), la ley Pichardo (2018), son más un bien refrito de las mismas reglas que agudizan, en vez de revertir, el fallido modelo de gestión. Modelo cuyas consecuencias están ampliamente documentadas: acaparamiento y desigualdad en el acceso, por un lado, contaminación en impunidad, por el otro. La compra-venta de un bien nacional público, por definición inapropiable, a través de la figura de transmisión de derechos, el subregistro o doble registro de caudales, usos y usuarios, con lo que aguas de uso agrícola terminan empleadas en industria o servicios y se sobre utilizan las aguas de cuencas con déficit; son solo algunas de las cosas que posibilita el sistema actual, desentrañadas cuidadosamente en el reportaje “Los millonarios del Agua” recientemente publicado por Mexicanos Contra la Corrupción.

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